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viernes, 22 de mayo de 2015

Las noches sentado en mi zaguán del Oeste

Comencé a respirar desde pequeño, aunque tal vez ya no recuerde la primera vez de mi fortuna. Caminé con respeto hacia todas las cosas que me superaban hasta que yo llegué a ser más grande; entonces mi mirada se posaba y descansaba sobre todo aquello que una vez me hizo sentir parte del suelo. Poco a poco me fui dando cuenta de que podía rozar el techo con mi nariz. Oler el rastro de la brisa que deja el aletear de una parvada de aves enfermizas, que piensan en la inexistencia de fronteras de tiempo en tiempo, me dejaba recuerdos ajenos en mis manos, los cuales traté con un cariño algo exiguo. Supongo que esta fue la causa de mi condena a largo plazo a pesar de que esta se me hiciese estrella fugaz. Me dejaron de visitar las que abrazaba con la oportunidad presente.

El manto oscuro lo tapó todo, protegiendo su interior de cualquier ofensiva externa que pudiese tropezar en su camino. Yo se lo agradecí con unos versos más bien desnudos, carnales, llenos de sinceridad. Sus estrellas siguen latiendo allá en el firmamento que lejos me queda desde mi tumbona de aprendizaje. Paso las páginas de cualquier libro que me trae el céfiro laminado de sutiles líneas turquesas... Me atino en alguno de ellos. Prosigo el descanso, mis pérfidas lecturas, las visiones rivalizando con las huellas de todos los extranjeros, trago un airecillo que se acomoda en el vaso de tinta. Y puedo confirmar que aquel lóbrego manto me surtía de un bienestar inusitado.

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