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jueves, 11 de junio de 2015

Aquí siempre voy a defender la blancura de tus ojos

Aquí siempre voy a defender la blancura de tus ojos. Aquí, con mis armas embadurnadas con la oscuridad que ideo, supuse algo en lo que no erré, como así lo ha demostrado el tiempo este, aquel y todos; que tu oscuridad y la mía no chocan, sino que se rozan, creando un ambiente propicio para convivir en la eternidad de todos los instantes posibles y concebibles. He aquí el resultado: una desganada tropelía de palabras que desfilan muy juntas para no perderse en las naderías de un ebrio literaturizado a medias.

También he pensado, aunque no en mucha profundidad, como nada de lo que pueda escribir, que la oscuridad es altamente superior a aquello que se empeñan en denominar luz, claridad o blancura. Sin embargo, la de tus ojos es ciertamente veraz, como se demuestra con el contraste cegador y guía de mis pasos en las más densas tinieblas, porque hay otras tinieblas que me abrazan y acaricio con un placer inimaginable. En el hermetismo de algunas palabras que escapan a mi dictadura, lanzo balones faltos de azabache para que formen globos y tu nombre quede retratado para siempre en el cielo. Me vas a tener que perdonar algún día, cuando pueda regalarte todo esto en una caja de descartes que nunca descubras, que venga rebozada con algún verso insignificante de mi propia cosecha, pero tengo que decirte que no sé describirte con total y absoluta certeza.

Puede que mi problema se encuentre en la incapacidad para narrar, versificar o, simplificando, en escribir. No me preocupa sobremanera el problema, ya que si en algo he de trabajar con sutileza y sigilo es en los medios para poder pintar un cuadro a tu medida. No tengo por qué engañarte; en las tinieblas es donde más aclimatado me siento. La razón de este discurrir zigzageante no es otra que exponer algo que podrá o no guardar cierta lucidez, irónicamente; es la oscuridad el origen primero de todo. Por desgracia, se la relaciona con demasiada facilidad con la negación, la superstición, el inmovilismo, la pesadumbrez, la risa abyecta o los pensamientos derrumbados. Qué más dará, cuando yo mismo —yo y todas mis intersubjetividades— sé de tu locura cuerda, de tus cuadernos con sombríos rizos y las perlas ajustables que pueblan el manto oscuro que me protege del frío más ardiente.

domingo, 7 de junio de 2015

Fragmento —improvisado—

—A mí me deslizaron este pequeño suceso como la panacea del tedio al que estaba sometido desde que salí del hogar. No sé qué pensarán ustedes, pero cada vez que releo estas letras, estas oraciones, me obligo a pellizcarme contra todas las esquinas punzantes que encuentro a mi paso para comprobar que no es esto un sueño —lo que encontré, leí y agoté hasta que se me cayó un ojo, por insistente—, sino que realmente su figura existe, la podré palpar algún día y soñar con ella durante el resto de mi paseo.
—Probablemente, señor Latino, deba estar usted atolondrado a causa de una falta consistente de reposo.
»Pero él nunca llegó a descifrar la cantidad de detalles que yo bebí, con los cuales casi me atraganto; me acompañaron hasta la orilla de un viaje pacífico, y allí contemplé lo que era una obra maestra, la única hasta la fecha que, confirmo, he tenido la delicia de leer.
Nuestro encuentro fue bastante esperpéntico, de eso que no quepa duda alguna. Las farolas titilaban a causa de la suave brisa que se cernía en el parque donde ella y yo habíamos acordado encontrarnos. Yo, acostumbrado a una suerte de puntualidad británica, llevaba ya sentado más de cinco minutos —aunque menos de diez—, con algún que otro pensamiento melódico bordeándome como un aura mística. Ella, según me contaron, no estaba sujeta sino al discurrir del viento, ya sea este agresivo, sopesado, templado o valiente. A mí me costó calcular el tiempo que pasó entre la hora acordada y el golpeteo de sus pasos acaramelado, adornado con un inclemente manto echado en sus hombros, coloreado de sutiles astros que hipnotizaban el mundo que ella misma traía consigo.
Yo, nervioso ante la presencia de aquella mujer, me sentí rejuvenecer —no aquí en un buen sentido— hasta sentirme como algún hijo que ella planeaba tener muchos años después. Perdí la poca impavidez que traía de mi vulgar apartamento, edificada a base de hondas reflexiones sobre cómo acometer esta situación que, poco a poco, se estaba recreando.
—Tal vez quiera salvar ese manto antes de ir a cenar. Probablemente pase algo de calor en los suburbios.
—No se preocupe por mí. Créame, ya he enfrentado antes estas negociaciones.
Fue en aquel instante cuando logré fijarme en el único atributo que había saltado completamente a causa de la radiante luz que expulsaban sus ojos, pardos como la vida conyugal tras haber dejado las aves bien cuidadas. Un verde al que me agarré sin ser consciente hasta pasados algunos años, y el cual me labraría un futuro transitorio. Aquel sombrero tenía vida propia. Era como el jardín paradisíaco de su propio universo.
—Tenga. Esto sí que se lo puede quedar.
Desde aquel entonces, las tardes sumaban horas inconcebibles para la medida convencional del tiempo. Yo sentía desfallecer cuando la iglesia más cercana a mi retiro repicaba una y otra vez, y otra vez, y otra vez, y otra, y otra, y...
—¿Sabe, señor Latino? Tal vez usted tenga que soltar aquellos manuscritos durante un tiempo. Cada vez se lo ve más ilusionado.

martes, 2 de junio de 2015

Reflexión con letras escalonadas

A veces no recuerdo qué es lo que se cruza por mis insignificantes caminos. Entre ellos suelen conformar una red de posibilidades inalcanzables para el ojo mediocre, pero cuando conviven de una forma algo más libre (aunque esto sea producto de su sola imaginación), digámosle independiente, si se pudiere usar la palabra, no me traen más que problemas y pocas soluciones a estos. Conciben una serie de asociaciones inestables que les lleva a una infructuosa guerra civil, y aquí es donde hace acto de presencia mi papel, mi indudable papel; un mediador de las afueras que, bien (o mal) pagado, hace de alguacil decadente, por situarlo en algún lugar, y logra con unos métodos más bien poco ortodoxos desarrollar una babel de ideas inconexas que, al chocar con la propia personalidad de cada individuo, de cada camino, se restaura la distribución en una imagen consoladora para mi propia conciencia.

Esto es; así como los sujetos ya mencionados deben establecer una serie de alianzas, si estas no tuviesen la ocasión de acontecer y, de esta manera, una suerte de anarquía individualizada se instalase en las pequeñas parcelas donde cada uno reside; si la paz no llegase de forma plácida, se debe aplicar el método ya descrito con anterioridad: buscar el contraste y la paradoja que puedan restablecer lo ya aparentemente perdido. El último eslabón de la gran cadena del ¿ser? no es más que la complementación entre el uno y la nada, pues nadie es todos, como ya saben. Tú, que por algún mal de ojo recibiste esta anatema; tú, que ahí resides, con esos cafés, las noches que alargas y toda la parafernalia pseudo sensual (a la que llamas erotismo, espero, irónicamente); tú desconoces la túnica a la que me aferro. Fuliginosa y verdaderamente exótica; pero todo esto

no importa realmente. Porque las palabras que 'he dirigido' no 'llegarán a su destino', si este último acaso hiciese acto de presencia. Dejáme situarme donde me plazca; porque yo sí acepto mi inutilidad.