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domingo, 7 de junio de 2015

Fragmento —improvisado—

—A mí me deslizaron este pequeño suceso como la panacea del tedio al que estaba sometido desde que salí del hogar. No sé qué pensarán ustedes, pero cada vez que releo estas letras, estas oraciones, me obligo a pellizcarme contra todas las esquinas punzantes que encuentro a mi paso para comprobar que no es esto un sueño —lo que encontré, leí y agoté hasta que se me cayó un ojo, por insistente—, sino que realmente su figura existe, la podré palpar algún día y soñar con ella durante el resto de mi paseo.
—Probablemente, señor Latino, deba estar usted atolondrado a causa de una falta consistente de reposo.
»Pero él nunca llegó a descifrar la cantidad de detalles que yo bebí, con los cuales casi me atraganto; me acompañaron hasta la orilla de un viaje pacífico, y allí contemplé lo que era una obra maestra, la única hasta la fecha que, confirmo, he tenido la delicia de leer.
Nuestro encuentro fue bastante esperpéntico, de eso que no quepa duda alguna. Las farolas titilaban a causa de la suave brisa que se cernía en el parque donde ella y yo habíamos acordado encontrarnos. Yo, acostumbrado a una suerte de puntualidad británica, llevaba ya sentado más de cinco minutos —aunque menos de diez—, con algún que otro pensamiento melódico bordeándome como un aura mística. Ella, según me contaron, no estaba sujeta sino al discurrir del viento, ya sea este agresivo, sopesado, templado o valiente. A mí me costó calcular el tiempo que pasó entre la hora acordada y el golpeteo de sus pasos acaramelado, adornado con un inclemente manto echado en sus hombros, coloreado de sutiles astros que hipnotizaban el mundo que ella misma traía consigo.
Yo, nervioso ante la presencia de aquella mujer, me sentí rejuvenecer —no aquí en un buen sentido— hasta sentirme como algún hijo que ella planeaba tener muchos años después. Perdí la poca impavidez que traía de mi vulgar apartamento, edificada a base de hondas reflexiones sobre cómo acometer esta situación que, poco a poco, se estaba recreando.
—Tal vez quiera salvar ese manto antes de ir a cenar. Probablemente pase algo de calor en los suburbios.
—No se preocupe por mí. Créame, ya he enfrentado antes estas negociaciones.
Fue en aquel instante cuando logré fijarme en el único atributo que había saltado completamente a causa de la radiante luz que expulsaban sus ojos, pardos como la vida conyugal tras haber dejado las aves bien cuidadas. Un verde al que me agarré sin ser consciente hasta pasados algunos años, y el cual me labraría un futuro transitorio. Aquel sombrero tenía vida propia. Era como el jardín paradisíaco de su propio universo.
—Tenga. Esto sí que se lo puede quedar.
Desde aquel entonces, las tardes sumaban horas inconcebibles para la medida convencional del tiempo. Yo sentía desfallecer cuando la iglesia más cercana a mi retiro repicaba una y otra vez, y otra vez, y otra vez, y otra, y otra, y...
—¿Sabe, señor Latino? Tal vez usted tenga que soltar aquellos manuscritos durante un tiempo. Cada vez se lo ve más ilusionado.

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