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domingo, 1 de junio de 2014

Arena blanca, arena negra

El galgo negruzco no podía alzarse, elevarse, volar. Pero sí podía correr, galopar, deslizarse por la tierra, incluso el mar, para llegar. Y qué hice yo sino imitar al sombrío galgo. La arena me engullía, mientras que el mar me escupía en la cara con sus largas y saladas olas. ¿Qué hacer, entonces? El galgo infausto me esperaba al otro lado, donde la arena se teñía de sangre corrupta y las piedras estallaban inmóviles en el cielo, buscando una estrella que las cobijase. Aquel, ¡aquel era mi mundo!

Pero no podía cruzar. Aún no.

La esfera no estaba limpia. Es más, irónicamente, debía ser blanca para poder teñirse del color elegido, el color connotativo de lo desfavorable, de lo desafortunado: y que, sin embargo, era mi hogar preferido. No hay hogar preferido; hay hogar, a secas, y ese era el elegido.

Al galgo le crecieron los músculos sobremanera, y mis ojos intentaron hacerse más precisos para sondear a aquella bestia. Estaba perdiendo el control, y yo nunca lo tuve. Seguía sin poder cruzar.

Pero la esfera, cada día que pasaba, era más diáfana. Su cristal dejó de ser turbio, sus cimientos se derrumbaron por el peso del vacío que contenían.

Y aquí estoy. Andando por encima del mar, lleno de criaturas terribles que, desde tiempos inmemoriales, buscaron acercarse y abrazarme. Pero ahora las rechazo con todas mis esferas.


Voy a por ti.

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