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sábado, 5 de julio de 2014

El amor y sus entresijos

Bajaron la luna, las estrellas y, con ellas, el manto azabache en busca de su prometida mujer. Aquella hermosa dama que una vez, no ha demasiado tiempo aún, soñó con volar con la ayuda de los etéreos céfiros que la perseguían desde que fue capaz de vislumbrar el polvo ahumado de las sombras. ¿Dónde quedaron todos sus rezos? Las canicas seguían chocando y produciendo energía suficiente como para congelar el mundo a sus pies, engendrando un calor que nadie conoció jamás. El frío, el que más quema, arde a través de mis venas, susurró con la agilidad de unos labios nadando en un mar paradisíaco. Y el viento transportó el mensaje.

Y ella esperaba en el bar donde siempre se habían visto el uno al otro, con una bebida sacada de las selvas tropicales que nunca pensó visitar. La soledad de la fuliginosa túnica, pintarrajeada con cientos de pequeños astros blancos, era su protección, su valentía, la melancolía de las noches extremadamente largas.

Subió la temperatura siete grados. Sacó sus gafas tiznadas.

Una bola de fuego, chispeante como el crepitar de las llamas en una hoguera solitaria, lo suficientemente grande como para aportar luz a varias generaciones, se desplomó del inexistente cielo, ahora reconvertido en limbo vacuo, porque ella era su cielo. Allí donde estuviese su respiración, él tenía el deber de entrecortarla el suficiente tiempo como para enfriarse, el tiempo suficiente como para derretirse aquella.

Y así doblegaron toda tierra que esos cuatro ojos lograron alcanzar. Y así se bañaron en todos los mares que estuvieron a su disposición. El amor y sus entresijos.

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