Tengo
una espada pequeña,
afilada,
que corta
las
telas tejidas
por
mi infancia.
De
vez en cuando,
la
uso con gracia y sutileza.
No
se dan cuenta de
mi
mano de cirujano.
Y
los prejuicios cuento
con
los dedos, poco a poco,
sin
darme cuenta
de
sus ojos de un otoño cercano.
Tengo
una espada muy pequeña,
con
la sangre en el filo de ella.
Ella,
en el suelo, descansa
y
yo la contemplo en el infinito.
Así,
con sus ojos cerrados
y
sus alas expandidas
es
más bonita.
Así,
con mis manos ensangrentadas
y
mi revólver encasquillado
puedo
vaciarme mejor.
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