Con
el paso del tiempo, he ido recopilando todos los elementos que pude encontrar
durante mi estancia en el Viaje. Nací poseyendo uno de ellos: el fuego.
Ardiendo, cada paso que daba dejaba una huella imborrable allí donde posaba mis
leves pies calcinados. Mis manos rozaban suavemente su piel, que se prendía, y
dejaba escapar el aire de entre sus pulmones. Este fue el segundo elemento que
dominé. La inquietante brisa que por las noches cuidaba mis sarpullidos era mi
único consuelo hasta que, de repente, reviví de todos los sueños que había
tenido. Me percaté de que no tenía solidez alguna. Me evaporaba por doquier
ante su mirada. Mi fuego se derretía ante su agua gélida y fría, congelada por
la ingravidez del tiempo. ¿Y dónde quedaba nuestra tierra? Allí, donde poder
descansar nuestros troncos, donde reposar las almas impuras. Limpiarnos el uno
al otro con una hoguera congelada, aliñada con sentimientos parejos que nos
unieran de por vida. Con los ojos en el mar sin congelar, así me quedé cuando
ella se fue. Susurró varias oraciones, pero solo necesité su turquesa en la
mirada, ojos llenos de agua derretida por la tristeza de una marcha.
Siete
años después, frente a los leños calcinados con copos de nieve, me encontré su
colgante maleado por el fuego que antaño le entregué. Perdió la unión, pero su
transformación desdibujó aquella roca puntiaguda en cuatro espirales de magia
intensa. Una sonrisa envolvió mis manos. Volvió a mi lado, y, consigo, había
traído arena. Arena que se le apareció gracias al frío viento del desierto.
Éramos dos, junto a cuatro, y fuimos uno.
Siete.
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