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jueves, 8 de mayo de 2014

En el limbo negativo

Me gustaría escribir y que nadie oyese las voces de la pretensión. Pero, ¿qué más da? Ya hace tiempo que dejé de soñar. Y no me importa. De verdad, ¿quién se va a preocupar? Qué más da. En su día, di, pero no sirvió de nada.
Muchas veces busco, entre las torturas oníricas que representa mi mente, la esperanza. La quiero ver como esa mujer que me embelesa, que me tira hacia arriba con sus redes arácnidas, pero no está. Yo la maté. Algunas veces pienso, pienso demasiado, pero, de cuando en cuando, se cuela un rastro de color distinto al común, y hablo con ella, y me dice: “¿Por qué estás así? Me dijiste que serías feliz.” Y no es que te quisiese mentir, pero no lo soy. No lo conseguí. He roto otra promesa más, de las tantas y tantas que te pinté en el estómago cuando te conocí. Ah, qué tiempos. ¿Recuerdas todo lo que te dije? Yo sé que te dije. Pero ya no. Porque me perdí. No sé dónde estoy, y ni siquiera sé quién soy, en qué me convertí. Por eso suelo navegar por prados de cocaína azabache, donde, si alguien se acerca, puede verme, pero sé que no preguntarán. ¿Crees que no quiero preguntas? Quiero sus preguntas.
He diseñado esto como la única carta que dejaré antes de marcharme de verdad. Intenté no joder al mundo pero ya él se encargó de saludarme con sus buenos días, tardes y, sobre todo, noches. Siempre de noche. No había luz. Llegaste, pero tuviste que irte porque tu familia real te reclamaba.
Han llegado. Estoy redactando mi despedida. Dejadme quince minutos más. ¿Siete? Bien. No necesito más. Nunca necesité más. Pero siempre necesité. Y casi nunca di. Casi. Lo suficiente. Mente, contigo nunca me llevé. No, no quiero. Echar de menos a un cadáver es ilegal en mi código hormonal. Por eso me reventé las venas a mordiscos. Por eso agarré el cuchillo y dibujé el zarpazo en el corazón. Pude morir con público, y lo hice.








¿Y qué estoy haciendo ahora?

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