Todo estaba
preparado; en mitad de una plaza llena de polvo, sucia y abigarrada de basura,
se situó aquel enclave de artilugios relacionados con la proyección de música.
Allí, se guardaba toda la esperanza que aún quedaba en la humanidad; aquel
poeta y su gurú personal salieron a la palestra, uno temblando por el frío, el
otro por un escalofrío que le recorría la espalda, como si una araña negra y
blanca trepase hasta llegar a su nuca y le susurrase Está bien, está bien. Pero
no basta. Dylan miraba de reojo a su alumno, que sujetaba con fuerza aquel
manuscrito que debiera dibujar una sonrisa recíproca. Ianni recitó el poema con
todas las voces que había guardado bajo llave en su corazón. Cuando terminó, no
pasó nada. Durante cinco minutos, no pasó nada; la voz estaba viajando, y
estaba asentándose. Grata fue la impresión de aquellos habitantes cuando el sol
comenzó de nuevo a brillar solemnemente, aunque no pudieron festejarlo en
demasía, porque no paraba de brillar. Nuestro magno astro había explotado,
liberando toda la tristeza acumulada, surgida por los tristes hechos acaecidos
en su planeta preferido. La fuerza de este quejido llegó aproximadamente a los
cinco minutos. El frío se apoderó del amor. Los hogares ya no brillaban como
antes.
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