Bajaron la
luna, las estrellas y, con ellas, el manto azabache en busca de su prometida
mujer. Aquella hermosa dama que una vez, no ha demasiado tiempo aún, soñó con
volar con la ayuda de los etéreos céfiros que la perseguían desde que fue capaz
de vislumbrar el polvo ahumado de las sombras. ¿Dónde quedaron todos sus rezos?
Las canicas seguían chocando y produciendo energía suficiente como para
congelar el mundo a sus pies, engendrando un calor que nadie conoció jamás. El frío, el que más quema, arde a través de
mis venas, susurró con la agilidad de unos labios nadando en un mar paradisíaco.
Y el viento transportó el mensaje.
Y ella
esperaba en el bar donde siempre se habían visto el uno al otro, con una bebida
sacada de las selvas tropicales que nunca pensó visitar. La soledad de la fuliginosa
túnica, pintarrajeada con cientos de pequeños astros blancos, era su
protección, su valentía, la melancolía de las noches extremadamente largas.
Subió la
temperatura siete grados. Sacó sus gafas tiznadas.
Una bola
de fuego, chispeante como el crepitar de las llamas en una hoguera solitaria,
lo suficientemente grande como para aportar luz a varias generaciones, se
desplomó del inexistente cielo, ahora reconvertido en limbo vacuo, porque ella
era su cielo. Allí donde estuviese su respiración, él tenía el deber de
entrecortarla el suficiente tiempo como para enfriarse, el tiempo suficiente
como para derretirse aquella.
Y así
doblegaron toda tierra que esos cuatro ojos lograron alcanzar. Y así se bañaron
en todos los mares que estuvieron a su disposición. El amor y sus entresijos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.