El galgo negruzco no podía
alzarse, elevarse, volar. Pero sí podía correr, galopar, deslizarse por la
tierra, incluso el mar, para llegar. Y qué hice yo sino imitar al sombrío
galgo. La arena me engullía, mientras que el mar me escupía en la cara con sus
largas y saladas olas. ¿Qué hacer, entonces? El galgo infausto me esperaba al
otro lado, donde la arena se teñía de sangre corrupta y las piedras estallaban
inmóviles en el cielo, buscando una estrella que las cobijase. Aquel, ¡aquel
era mi mundo!
Pero no podía cruzar. Aún
no.
La esfera no estaba limpia.
Es más, irónicamente, debía ser blanca para poder teñirse del color elegido, el
color connotativo de lo desfavorable, de lo desafortunado: y que, sin embargo,
era mi hogar preferido. No hay hogar preferido; hay hogar, a secas, y ese era
el elegido.
Al galgo le crecieron los
músculos sobremanera, y mis ojos intentaron hacerse más precisos para sondear a
aquella bestia. Estaba perdiendo el control, y yo nunca lo tuve. Seguía sin
poder cruzar.
Pero la esfera, cada día que
pasaba, era más diáfana. Su cristal dejó de ser turbio, sus cimientos se
derrumbaron por el peso del vacío que contenían.
Y aquí estoy. Andando por
encima del mar, lleno de criaturas terribles que, desde tiempos inmemoriales,
buscaron acercarse y abrazarme. Pero ahora las rechazo con todas mis esferas.
Voy a por ti.
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